Laura tiene 3 años y unos tirabuzones rubios que le dan una imagen de querubín renacentista. Es la pequeña de la casa, la mimada, la niña de los ojos de toda la familia. Pero un día decidió irse.
Era un día de verano en el que se había enfadado con su madre porque le había obligado a terminarse el puré de patatas cuando no tenía más hambre. Entró en su cuarto y cogió su almohada, a Pepe (su osito de peluche azul) y su hucha de cerdito. Miró alrededor y pensó que no necesitaba nada más: ahí lo llevaba todo. Y así salió de su habitación y cruzó el salón donde sus padres se echaban la siesta. Abrió la puerta del chalé donde vivían y cerró tras de sí.
Miró el cielo azul y el mundo que se abría ante ella. Quizás sintiera un poco de vértigo o de nerviosismo ante la nueva vida que se presentaba así que se sentó en el escalón sin soltar sus cosas.
30 minutos después alguien llamó al timbre y la madre, que en ese momento siesteaba, corrió a abrir la puerta. Y se encontró con una Laura orgullosa y seria:
- He decidido volver a casa porque sé que me echaríais de menos.
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